30.8.11

Clásicos / I am a Fugitive, de Mervin LeRoy


Hay películas destinadas a pasar a la historia por su impacto emocional en los espectadores, hay otras que irrumpen en el mercado (aquí a veces no vale decir arte) únicamente con fines pasatistas y se conforman apenas con generar un puñado de escenas emblemáticas. Hay metrajes fílmicos (demasiados) completamente descartables, y hay, cada tanto, obras que no buscan pasar a la posteridad a través de dorados galardones, sino que en cambio persiguen un fin más altruista: generar un cambio en la sociedad poniendo cuerpo y alma (que a menudo pertenecen a un mismo individuo, denominado director).

Si bien en comparación con otros exponentes del género, y hablamos de género porque hablamos de ficción, éstos metrajes pertenecen a una clara minoría respecto al discutiblemente más adecuado formato documental, hay algo que hace al cine narrativo un mejor canal de denuncia audiovisual, al menos en cuanto a escala se refiere: su masividad es incomparable.

Ejemplos sobran, pero para no excedernos en lo catedrático recordando palabras mayores como El Acorazado Potemkin y su imponente y movilizadora fuerza soviética, o El Nacimiento de Una Nación y su potencia que marcó a fuego (en este caso, con el perdón de la expresión) la historia de un país, salteemos cien años de celuloide para situarnos en el sur de América, con un hecho más cercano y diferente, como lo es el de una tragedia aérea, retratado en Whisky Romeo Zulú, de Enrique Piñeyro, que abrió los ojos a la increíble corrupción y negligencia de una empresa de aviación, y enmarcada en una suerte de formato de “ficción”, consiguió más espectadores e impacto que la posterior Fuerza Aérea SA, del mismo realizador. De ahí en adelante, el director-hombre-orquesta-multidisciplinario entendió el valor político del documental como denuncia, y se pasó a este otro bando para realizar su siguiente película, El Rati Horror Show, pero sin abandonar una capacidad didáctica propia del cine narrativo: ejemplos a través de recreaciones (¿remakes informativas?) y puestas en escena a gran escala para graficar mejor la investigación.

El porqué de esta selección tan diversa, y quizás hasta caprichosa, de ejemplos se debe a que si bien los tres casos mencionados poco tienen que ver uno con el otro, presentan todos un común denominador innegable: el cine, cuando persigue un objetivo, pasa a ser mucho más que una mera secuencia de imágenes.

Hecha esta brevísima introducción, retrocedamos ahora unas tantas décadas, situándonos específicamente en los devastados años 30, para encontrarnos con un clásico del cine negro: Soy un Fugitivo de la Ley (I´m a Fugitive from a Chain Gang). Soslayable tanto por sus cualidad artística (el film mereció, con merecido reconocimiento, más de una nominación a los premios Oscar) como por su contenido de denuncia, la obra maestra de Mervyn LeRoy tiene tanto elementos de descarnada crítica social como de autobiografía (el personaje principal vive el calvario que, detalles más, detalles menos, supo vivir el mismo director), lo cual no hace más que aumentar el peso de sus argumentos.

A simple vista, Soy un Fugitivo... se enlista dentro del subgénero carcelero ya frecuentemente asociado al noir, narrando las desventuras de un hombre honesto y patriota que decide recorrer su país en búsqueda de un poco de libertad, antes de encaminar su hacia una fábrica que lo proyecta como futuro gran arquitecto. El dato de patriotismo no es menor, y cobrará mayor importancia con el desenvolvimiento de los hechos por venir: James Allen (el enorme Paul Muni) está recién de regreso de la Primera Guerra Mundial, y lejos de las trincheras desea “vivir un poco la vida” antes de encadenarse a una rutina laboral estricta. Las cadenas, por supuesto, aparecerán de una peor manera: en un confuso episodio policial, el hombre es acusado injustamente de robo a mano armada, y pronto se las ve entre grilletes, picos y palas, trabajando al costado de la civilización.

Allí, frustrado ya su sueño de libertad, descubre rápidamente los abusos de la autoridad carcelaria y el maltrato indiscriminado a los presos. La única salida, claramente, es la muerte o la fuga. El instinto de supervivencia puede más que el sufrimiento, y James elabora una simple pero efectiva ruta de escape: el plan sale a la perfección, pero el auténtico castigo social recién acaba de empezar. Con un antecedente oscuro, la reinserción en la sociedad se demora, pero Allen, un hombre de envidiable tenacidad, prospera sin problemas con la ley hasta llegar a ser un importante arquitecto de renombre.

Una vez establecido y gozando de una libertad a escondidas, querido y respetado por sus pares y colegas, se especializa como arquitecto en la construcción de lo que resulta la primer gran ironía del film: puentes, que, en boca del mismo protagonista, le apasionan porque constituyen “una escapada de la gente común hacia la libertad”, donde quiera que ésta se encuentre.

La metáfora es clara, quizás obvia, pero poco dura en la historia: rápidamente el ex-convicto se ve envuelto en problemas cuando la novia que ya no ama le exige casamiento involuntario, con amenaza de entregarlo a las autoridades en caso de una respuesta negativa. James Allen, de nuevo víctima de los infortunios de su inocencia (jamás reveló a nadie su pasado, y sin embargo éste parece perseguirle), no tiene opción más que entregarse a un matrimonio forzado. Su segunda condena acaba de comenzar.

Humillado por su infiel esposa, que encarna a la perfección la suma de las características típicas de la femme fatale del cine negro capaz de traer únicamente perdición al hombre, James no tarda en tomar la dificil decisión: tras las rejas o las faldas de su cruel pareja, la libertad le ha sido esquiva hace tiempo y, por ende, ha llegado la hora de un nuevo escape. Intentando eludir el destino una vez más, de nuevo sin éxito,las garras de la (in)justicia caen en forma de denuncia policial sobre su honradez y con todo el peso de la Ley.

Con la experiencia como único aliado, Allen se rodea ahora de buenos abogados, que le aconsejan rechazar toda oferta de perdón “condicional” proveniente del Estado. Los hombres de la Ley parecen no creer o darle importancia a la misma, y se constituye aquí la segunda gran ironía. La tercera llega cuando dicha desconfianza hubiese sido todo un acierto. Allen erróneamente confía en los Jueces que le ofrecen un “perdón total” a cambio de que pague una moderada suma (lo que en teoría le costó al Estado su fuga) y cumpla, con supuesto trato preferencial, una condena de apenas tres meses.

El desenlace inevitable se aproxima: la mentira se cae a pedazos sobre la resquebrajada paciencia de Allen, quien pasado el año de mentiras tras las rejas, llega a la misma conclusión que la primera vez que conoció la cárcel: la única salida es la fuga. Esta vez, el escape es grandilocuente, y ayudado por un piromaníaco compañero de prisión, se distancia de sus perseguidores dinamitando un enorme puente que los separa. Reaparece así la inevitable metáfora, que cobra importancia en la expresión de desesperación de Paul Muni, quien parece contemplar esa frase de tintes anarquistas que afirma que demoliendo se construye.

Entre otros méritos, se le atribuye a Soy un Fugitivo de La Ley un final de proporciones demoledoras (valga la redundancia), y sin embargo, el espectador casual que desconoce el mismo, se verá un tanto confundido por dicho climax. No es el escape ni la explosión lo que detona en el espectador, sino dos palabras, apenas dos palabras, que resumen la triste conclusión a la cual el personaje llega. Dos palabras que, como espectadores (del cine y de la realidad que nos rodea), escuchamos seguido y a veces dejamos pasar sin pena ni gloria, y que aquí resignifican casi dos horas de metraje con un golpe contundente. Dos palabras que, entre las sombras, se desvanecen dando paso al obligatorio “FIN” del cine clásico, y no volverían a ser escuchadas bajo el mismo contexto, al menos por unos cuantos años. Recordemos que, a mediados de 1932, aún no se había redactado el estricto Código Hays, ese que imponía un no siempre bienvenido final feliz por sobre todas las cintas cinematográficas.

¿Y por qué decimos que además es diferente Soy Un Fugitivo de la Ley de otros exponentes del género? Porque, más allá de sus enormes cuestionamientos a una sociedad cómplice de una brutalidad innecesaria, consiguió un increíble resultado como película: luego del inesperado éxito del film, el Sistema Penitenciario estadounidense fue completamente reformado.

FREAK
Mariano Torres.

Soy un fugitivo (I am a Fugitive) EE.UU. 1932. Dirección Mervyn LeRoy. Guión Robert E. Burns, Brown Holmes, Sheridan Gibney. Montaje William Holmes. Foto Sol Polito. Con Paul Muni, Glenda Farrell, Helen Vilson.



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